Arrepentimiento




Mi hijo acababa de nacer y unos días más tarde vino a la casa. Mi esposa y yo teníamos un perro snauzer, muy hermoso, muy gracioso, negrito y chiquito. Los chiquitos, por lo general, son los más agresivos. El nuestro se llamaba Bruno. Era una ternurita. Admito que mordía a nuestras visitas, e incluso a otros perros, más grandes que él. 

Un día, oímos gritos espantosos de nuestro bebé, lo que era inexplicable en ese momento, pues acababa de comer y había empezado a dormir profundamente. Subimos al segundo piso donde estaba su habitación. Entramos y nos encontramos al perro mordiéndole la cara. Se había subido a un mueble, que por cierto no estaba tan cerca de la cuna. Bruno desde encima del mueble y acercándose todo cuanto pudo a la cuna se había precipitado contra el niño. Cuando se lo quitamos de encima, el rostro estaba cubierto de sangre y tenía pedazos de piel desprendida. Sobre todo, le había dejado una larga herida, que le atravesaba todo el lado izquierdo del rostro.

 Mi esposa había decidido hacerlo dormir. Yo, que estaba muy furioso, no estaba seguro de eso. Yo amaba a ese perrito. Pero mi esposa me presionó, e imaginar la fea cicatriz que le quedaría a mi hijo hizo que me precipitara a hacerlo. Lo llevamos a hacer dormir al veterinario. No obstante, en cuanto el perro feneció, me arrepentí. Amaba a ese perro. Me arrepentí instantáneamente. 

Ahora, mi hijo tiene seis años, y la cicatriz ha crecido junto a él. La madrugada de hoy soñé con mi perro. Soñé que volvió a casa, oí que ladraba y que caminaba con sus patitas tiernas paseándose por el segundo piso. Sé que vino a saludarme. No solo porque yo sentí su presencia, sino además porque mi hijo me contó que también había soñado con un perro. “Papi, vino un perro a mi habitación, era muy lindo y alegre, se subió a mi cama y comenzó a lamerme el rostro. Yo solo podía reírme porque sentía su larga lengua”. Me llevé una sorpresa enorme, pues mi hijo decía la verdad. La prueba era su rostro. Ya no tenía la cicatriz. 


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